EL FRÍO
A las diez de la
mañana ha llegado una mujer y su entrada produce un ruido diferente
en la sala, un temblor en el aire silencioso y opaco. Deja la bolsa
sobre la mesa de los desayunos y comienza a sacar las bolsitas de té
y las galletas. Hoy, además y como novedad, saca unas madalenas que
llevan incrustadas lo que parecen bolitas de chocolate. Coloca los
zumos y las botellas de agua perfectamente alineados al fondo de la
mesa. Es lo que más se consume, según he podido observar en el
tiempo que mi padre y yo llevamos viniendo aquí. La mujer se marcha
como ha venido, con una sonrisa nos dice a todos: Buenos días, hasta
mañana. Entra el sol por los ventanales. La televisión permanece
encendida, apenas con volumen. Las imágenes se suceden según los
colores conocidos de ciudades, tráfico, sucedidos, economía. Nadie
parece hacer mucho caso al programa matutino. Es todavía temprano
para comer nada: tostadas mojadas en té, beber un refresco que
alivie la boca reseca. Algunos todavía están adormilados, después
del viaje en coche o autobús desde el pueblo quizá, tras pasar una
noche de insomnio imaginando cómo sería estar aquí por primera
vez, temiendo durante minutos eternos el sonido de crujidos y
martillos de las máquinas que aguardan dentro. La mayoría han
venido con un acompañante, solo unos pocos se sientan solos y evitan
el contacto visual con los demás. La soledad es doblemente dolorosa
en esta sala. Nadie les ve marchar cuando pronuncian su nombre.
Permanezco
sentada en una de las sillas laterales arrimada a la pared, hago como
que leo el libro que he traído. Es un libro de cocina. A mi padre le
ha gustado siempre cocinar. Luego, en el viaje de regreso le
explicaré con detalle las recetas que he leído, le describiré cada
una de las elaboraciones de los platos, su color y disposición. En
fin, simulo que no existo para ellos, porque soy diferente. Solo
estoy aquí para permanecer al lado de mi padre y verlo entrar y
regresar después, con el frío bajo la piel. Para rescatarlo al
final de cada mañana, hasta el día siguiente.
El frío, dicen,
se asemeja en su tacto a una llaga bajo la piel. Cada día se
extiende un poco más por el cuerpo, a lo largo y ancho de las
extremidades. Ni siquiera la luz del sol puede atemperar este frío
venenoso que permanece durante mucho tiempo en el recuerdo de
aquellos que lo intentan describir.
La mujer del
pañuelo azul se levanta despacio y se dirige a la mesa de los
desayunos. Coge una botella de agua, le cuesta mucho esfuerzo hacer
girar el tapón para beber. Ha venido sola y percibo su mirada
suplicante desde el fondo de la sala. Yo la ayudo, señora. Me indica
con un gesto que le acerque una de las madalenas con pepitas de
chocolate. Le abro también el envoltorio del dulce y me da las
gracias sonriendo. Me acompaña a mi asiento para comer su exigüo
desayuno con nosotros. Ante mi sorpresa, se acomoda al lado de mi
padre, sentado frente a mí y le ofrece un vaso de agua. Las palabras
de la mujer del pañuelo azul crean un raro efecto en la sala, como
un eco. Tome, señor, está fresca. Y algunos se vuelven a mirar,
sorprendidos de que alguien haya roto al fin este silencio temeroso y
casi obsceno.
Vuelven a
escucharse palabras. No es el sonido de las conversaciones en una
cafetería por la tarde, de una sala de espera en la estación de
autobuses, de un colegio a la hora del recreo, del centro comercial
de la ciudad donde vivimos. Son palabras que brotan del alma de cada
uno desafiando el miedo; al igual que en los anfiteatros romanos se
escuchan desde las gradas los diálogos declamados en escena, muy
lejos de los espectadores. Es un eco perturbador que se hace oir por
encima del sonido de la televisión y de las llamadas de control.
Hablan entre sí, mi padre le cuenta a la mujer del pañuelo azul que
él, en su día, horneó unas madalenas de frutas y chocolate que
obtuvieron críticas muy favorables en unas cuantas revistas de
cocina. De eso hace ya muchos años. La mujer lo mira y asiente,
sonríe mientras come su madalena a pequeños pellizcos, masticándola
muy despacio. A nuestra izquierda se habla de fútbol, a nuestra
derecha de cómo tomar la autopista desde la ciudad para así
esquivar el atasco seguro de mediodía. Apenas se ha escuchado el
nombre de mi padre desde el control, lo han repetido varias veces. Se
acerca la enfermera y, sonriendo, le dice: Ya es su turno. Ya es la
hora.
Miro
alejarse a mi padre hacia el pasillo tintado de verde. Desaparece
bajo el rótulo que informa acerca de las precauciones necesarias
para entrar en la unidad de radioterapia. La mujer del pañuelo azul
me aprieta suavemente la mano y se retira hacia los luminosos
ventanales. Lentamente se inclina y apaga el televisor.
Con este relato volví a escribir, después de muchos años en silencio. Supongo que tenía otras cosas que hacer. El premio obtenido en el Certamen de relato de la UP me dio un empujón y nuevos ánimos.
Hoy no puedo evitar recordarlo.
La nieve trae recuerdos y sonidos. Siempre relacionados con la literatura.
Alix Box